El término plasticidad fue
introducido en 1890 por el psicólogo norteamericano William James, y con el
describía la naturaleza modificable del comportamiento humano. Aunque en los
últimos años del siglo XIX, Santiago Ramón y Cajal propuso que estas
modificaciones comportamentales tendrían seguramente un sustrato anatómico,
atribuible al cerebro, y que los cambios de duración variable en la función
sináptica que se presentan con origen en estímulos externos que condicionan
aprendizaje, son denominados por esta plasticidad. Así lo dedujeron Lugaro y Ramón
y Cajal casi al mismo, con diversas variaciones, ya que ambos expusieron que el
aprendizaje involucra cambios plásticos funcionales en las propiedades de las
neuronas o en sus interconexiones.
Así, el aprendizaje podría ser el resultado de una modificación morfológica
entre las interconexiones de las neuronas, similar a los fenómenos que ocurren
durante la formación de sinapsis en la vida embrionaria, sin embargo, tras la
muerte de Cajal se adoptó una forma rígida de ver el sistema nervioso
central adulto y se aceptó la idea de
que una vez terminado su desarrollo, la anatomía de éste se mantenía
inalterable, salvo los procesos degenerativos (citados en Nieto, 2003).
Fue entonces que el concepto de plasticidad
sináptica se ha venido desarrollado
principalmente en estudios relacionados con la memoria y el aprendizaje.
Siendo así, aun cuando desde hace años se tiene
evidencia de la capacidad del cerebro
para modificar sus funciones y para compensar daños, la importancia de esta
función ha venido a ser apreciada sólo recientemente, ya que los estudios
cerebrales a finales del siglo XIX y principios del XX se centraron en la
identificación de áreas de funcionamiento específico lo que dio paso a la idea
de un cerebro que rige sus funciones en áreas específicas y con ello la idea
tan extendida en la psicología de que el aprendizaje debe ser obtenido en
periodos específicos.
Para algunos, esto se debió a la identificación
hecha por Paul Broca a mediados del
siglo XIX, de un área determinada en el lóbulo frontal izquierdo relacionada
con el lenguaje, lo cual fue el punto de partida para que las neurociencias se
centraran en un concepto estrictamente localizacionista. Desde entonces se
continúo describiendo áreas cerebrales específicas con funciones
especializadas, tal como las describía Broadmann; pero a medida que mejoraban
las técnicas morfológicas, cito arquitectónicas y neuroquímicas, se descubrían
más detalles de la estructura cerebral y sus conexiones funcionales.
La enorme
complejidad del cerebro pudo haber contribuido a la rigidez conceptual que se
desarrolló en aquellos años, ya que para organizar lo conocido dentro de un
todo, los anatomistas tuvieron que sectorizar
tal conocimiento. Esto motivó a
Broadmann a dividir la corteza en
52 regiones, y las descripciones que realizó de los componentes las mostraba
separadas, dando lugar al concepto de un cerebro rígido, rigurosamente
dividido. Ello, aunado a los estudios de conectividad y a la ausencia de
evidencia concreta de regeneración en el cerebro (en contraste con órganos como
el hígado que tiene la capacidad de duplicación celular mitótica), dio lugar a
creer que era un órgano dividido en compartimientos, no maleable (no plástico)
y con poca capacidad de recuperación después de un daño, por lo que pocos
anatomistas, fisiólogos o clínicos proyectaron un concepto de adaptabilidad
dinámica del cerebro (Aguilar, 2003b; Poch, 2001, Aguilar, 2005).
Actualmente, es
sencillo aceptar que a los 30 años un adulto sabe más que
un niño de 10, y a los 70 se sabe más que a los 20, que el proceso del desarrollo cognitivo va no
sólo de la mano, sino que depende del desarrollo cerebral y particularmente del
desarrollo de redes neuronales adaptadas que permitan responder ante el medio, que todo ésto
depende de la información de tipo genético del que se dota a cada individuo,
tanto como de los mecanismos de adaptación del entorno, por lo que en estos
días, tales aseveraciones se vuelven investigables gracias al estudio del
proceso llamado neuroplasticidad o plasticidad cerebral (Tubino, 2004 y Ginarte, 2007).
Sin embargo, no fue sino hasta algunos años que la
neuroplasticidad fue definida por Gollini (1981) y Kaplan (1983) como el potencial del sistema nervioso para el
cambio (aunque se ha observado esta misma capacidad en otros sistemas como
el endocrino, respiratorio y músculo esquelético). Dicha capacidad puede
modificar la conducta y permitir la adaptación de un contexto a otro y los
patrones de conducta, debido a esta capacidad, se considera que el sistema nervioso central es un
producto nunca terminado y el resultado siempre cambiante y cambiable de la
interacción de factores genéticos y culturales, aunque también se sabe que esta
capacidad disminuye a medida que las neuronas se van especializando (Bergado,
citado en Ginarte, 2007; Poch, 2001).
Definida de manera más amplia, la plasticidad cerebral es la adaptación
funcional del sistema nervioso central para minimizar los efectos de las
alteraciones estructurales o fisiológicas, sin importar la causa originaria.
Ello es posible gracias a la capacidad que tiene el sistema nervioso para
experimentar cambios estructurales-funcionales detonados por influencias
endógenas (internas) o exógenas (externas), las cuales pueden ocurrir en
cualquier momento de la vida. Algunos investigadores explican que esto
incluye el aprendizaje en su totalidad;
más concretamente, es la evidencia de cambios morfológicos como la ramificación
neuronal.
Mientras que
otro grupo de expertos, con una posición más intermedia, la considera como la
capacidad adaptativa del sistema nervioso central para modificar su propia
organización estructural y funcional, ya que los mecanismos de la plasticidad cerebral
pueden incluir cambios neuroquímicos, de placa terminal, de receptores o de
estructuras. Así mismo, la plasticidad funcional está acompañada por una
plasticidad estructural, ya que también se tiene evidencia de cooperación entre
las áreas cerebrales (Aguilar, 2003b).
Del mismo modo, se ha observado que existe también gran capacidad de comunicación
neurona-glia, la cual colabora en la plasticidad cerebral (ya sea por creación
de nuevas conexiones o eliminación y limpieza de las existentes) (Aguilar, 2003a
b).
Ante ello, cabe recordar que las principales clases
celulares del tejido nervioso son las neuronas y las células gliales. Las
neuronas, células altamente especializadas en la recepción y transmisión
rápidas de mensajes, tienen un cuerpo pequeño y
múltiples ramificaciones que cubren una extensa superficie, lo que
permite optimizar su intercomunicación, haciéndolas moldeables a las
necesidades del ambiente cerebral (Nieto, 2003).
Es así que la fuerza sináptica puede ser alterada
en los diferentes periodos de desarrollo
y variar desde milisegundos hasta meses.
Los mecanismos celulares de estas alteraciones son modificaciones transitorias de la
neurotransmisión y, en alteraciones más prolongadas, cambios en la expresión
genética, por lo que se puede decir que existe una remodelación continua de la
organización y maduración neuronal (Aguilar, 2003a; Aguilar, 2003b;
Castroviejo, 1996; Poch, 2001).
Referencias
Aguilar, F. (2003 a)
Plasticidad cerebral: parte 2. Rev Med
IMSS. 41 (2) 133-142.
Aguilar, F. (2003 b)
Plasticidad cerebral: parte 1. Rev Med
IMSS. 41(1) 55-64.
Aguilar, F. (2005) Razones
biológicas de la plasticidad cerebral y la restauración neurológica. Revista Plasticidad y Restauración Neurológica. Vol. 4 Num.1. 5-6.
Castroviejo, P. (1996)
Plasticidad cerebral. Revista de Neurología
24 (135) 1361-1366.
Ginarte, Y. (2007) La
neuroplasticidad como base biológica de la rehabilitación cognitiva. Geroinfo. Vol. 2. No. 1. 31-38
Gollin.
E. S. (1981) Developmental and
plasticity: behavioral and biological aspects of variation in developmental.
New York. Academic Press.
Kaplan,
B. A. (1983) Developmental psychology:
historical and philosophical learning. New Jersey. Elrbaum Hillsdale.
Nieto, M. (2003) Plasticidad
neural. Mente y cerebro. O3. 72-80.
Poch,
M.L. (2001) Neurobiología del desarrollo temprano. Contextos educativos.
4. 79-94.
Tubino, M. (2004) Plasticidad
y evolución: papel de la interacción cerebro – entorno. Revista de estudios neurolingüsticos. Vol. 2, número 1. 21-39
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